San Pedro: Refugio de Vida
La sombra de un águila planeando sobre la arena nos señala el camino hacia los Manglares de San Pedro. Entre el desierto de Sechura y el mar de Grau, una barrera de mangle se atreve a separar el desierto del mar y a su vez se convierte en refugio de vida de muchos animales y el hombre.
Salimos de Piura a las 9 AM, tomamos una combi en la avenida Sánchez Cerro y por 2.50 nuevos soles obtuvimos dos asientos hacia Sechura. Mientras un amigo me contaba de sus gatos: de “gatillo” y “gatilla”, me di cuenta que nos aproximábamos a Sechura. A esa distancia se podía observar la iglesia que se imponía airosa sobre la ciudad. Ya en el pueblo visitamos la catedral de San Pedro, esta obra de arte se construyó en el primer tercio del siglo XVII, su edificación duró aproximadamente 50 años. Tiene 12 metros de largo, 32 de ancho y sus torres se levantan a 44.3 metros y dicen que esconde un misterioso túnel que termina en el mar.
Salimos del pueblo rumbo al nor oeste, caminamos cerca de un riachuelo. Y conforme avanzábamos, nos sorprendió la gran cantidad y variedad de aves; sobre todo la elegancia que desprenden los flamencos al intentar elevar su vuelo. Decidimos avanzar en línea recta. Nuestro plan era llegar al manglar y navegar sobre el Body board hasta la desembocadura del río. Pero solo eran planes que se cancelaban conforme avanzábamos.
Los efectos del sol daban sus primeros frutos, en el horizonte una capa cristalina se asemejaba a un gran charco de agua, y una vez cerca desaparecía, era simplemente un espejismo.
Cerca del horizonte, corrimos con la esperanza de ver el manglar, el mar, u otra figura paisajística que no fuese sólo el desierto cubierto de pequeños arbustos. En ese instante algo se desplazo entre los arbustos, un pequeño zorro costeño corría y buscaba dizque alejarse del peligro, de nosotros. Supongo que no es común ver gente por donde no hay caminos. Éramos caminantes que se abrían camino al andar. Ya al final del horizonte, ante nuestros ojos, se abría otro tramo, y a lo lejos una línea verde de arbustos.
Nuestros diálogos se acortaban cada vez más, llegando a la conclusión que lo único en común era caminar, y en ese momento nos tomó por sorpresa un gran rebaño de ganado caprino, casi en estado salvaje, lo que menos esperábamos encontrar en el desierto.
El paisaje, conforme avanzábamos, se cubría de un escaseado pajonal y la arena poco a poco se volvía fangosa, una señal de aproximación al mangle; cambiamos los algarrobos y faiques por el mangle, bromelias y asteracias (caña brava). Luego seguimos un camino que se adentraba entre las ramadas. Ya se escuchaba el sonido de las olas que se deslizaban suavemente sobre la arena. Y con este murmullo aparecían las primeras dificultades, el camino cada vez más estrecho y enramado. Decidí avanzar solo para asegurarme si el camino tenía salida al manglar.
Las ramas me impedían el paso y conforme avanzaba estas, en forma caprichosa, se cerraban formando una especie de túnel, mis hojotas se hundían con facilidad en el fango, los insectos se estrellaban contra mi rostro. El murmullo del mar más fuerte y pronto escuché la voz de mi amigo gritando mi nombre, pensé en regresar. Pero había avanzado demasiado para volver.
Así que continué y cuando creí encontrar la salida, al levantar la mirada, me encontré con una gran barrera de arbustos, imposible de pasar. Un poco desilusionado y con varias picaduras de mosquitos regresé. Retrocedimos hasta el principio del camino, avanzando hacia el sur, en contra del río. A esta hora el calor era insoportable.
No tan lejos se podía observar unas pequeñas dunas, la sonrisa volvió a nuestro rostro. Caminamos de prisa, uno de los dos deseaba llegar primero, por mi parte no lo niego, pero ninguno se atrevía a decirlo, la velocidad de nuestros pasos aumentaba. Cuando me di cuenta ya estaba corriendo. Un momento, mi compañero de viaje practica el atletismo, sino me equivoco desde el colegio. Es decir, el espíritu deportista y los deseos de ganar, los tiene bien enraizados. Así que frené, no por miedo a perder sino por darle la contra. Este muy a su estilo se detuvo.
Caminando en la playa
Llegamos a la playa, esta parecía no tener fin, las olas pequeñas, su color medio turquesa pálido se dejaba deslizar sobre un colchón de caracoles. Cerca se podía observar algunas embarcaciones y a varias gaviotas que esperaban atentas el descuido de los pescadores para arrebatarle algunos peces.
Entre al mar, el agua un poco helada se convertía en el cómplice perfecto para vencer a ese calor casi insoportable. Cogí mi body board, me deje caer sobre el pequeño oleaje y nadé mar adentro para luego deslizarme sobre las olas. El tiempo transcurría y estábamos lejos de nuestra meta, de San pedro, a esta hora era casi un santo para nosotros, aunque me confieso que no soy un católico practicante.
Continuamos en la ruta, el bloqueador solar no era suficiente para este sol. Pero el recordar que a mi derecha el mar nos acompañaba era razón suficiente para avanzar. Mientras conversábamos sobre nuestros planes para este año, un ejército de cangrejitos corría de un lado a otro, eran miles. Estos cuando notaron nuestra presencia, frenaron repentinamente, y nosotros a la voz de tres corrimos tras ellos. Creánme, no atrapamos ni uno, claro, ellos estaban en su territorio y conocían cada centímetro de esa playa, el instinto los llevaba en pocos segundos a sus escondites. Y luego, en son de broma, sacaban sus tijeras para asegurarse si nosotros volvimos a atacar. Sin más, los dejamos en paz.
En el camino recogimos algunas conchas, caracolas y piedras de forma extraña para llevar a casa, pero cada uno quería encontrar la mejor, y cuando creíamos encontrarla pedíamos la opinión de otro. Y mientras discutíamos me di cuenta que una familia de delfines, nadaban muy cerca de la costa.
Que más le podíamos pedir al desierto, al mar, a nuestro viaje. Eran siete delfines que desaparecían y aparecían, uno de ellos corría en dirección de las olas, nadaba y se exhibía para nosotros, me atreví a lanzarme al mar para observarlos mejor. Estos animales nadan en familia y siempre en una determinada área, podría asegurarte que eran los delfines de la bahía de Sechura. Los observé hasta que desaparecieron entre las olas.
Conforme avanzábamos, la barrera verde(mangle) que se acercaba más al mar, ya casi a unos 20 metros, en lo alto de los árboles, un buen número de gaviotas, pelícanos y garzas competían por un espacio en una de las tantas ramas. Y cuando bajamos la mirada, una pequeña casucha de palitos, unas latas de atún era muestra que algún pescador estaba cerca.
A cinco minutos, encontramos a don Carlos, su apellido no recuerdo, él había amarrado su red en una estaca y esta se extendía sobre la mar, nos contó que dejaba la red toda la noche y al otro día tiraba de ella. El no se quejaba de la cantidad que pescaba, el mar le daba lo suficiente. Nos despedimos, pero nos olvidamos de preguntar la hora.
La gran barrera verde se abría en contra del mar, a esa distancia ya se avistaban algunos bañistas y algunas sombrías, era una señal que nos aproximábamos a la playa de San Pedro, a la desembocadura del río y al tan esperado manglar.
La tan espera llegada
Estábamos al lado izquierdo de río, al frente algunos bañistas disfrutaban de las olas, el sol y la rica fauna manglera. Mientras tanto un escaseado número de ambulantes esperaban ansiosos a los clientes que en su mayoría eran los pescadores. Las sombrías, de un color marrón dorado, elaboradas de hojas de palmeras bailaban al compás de la brisa marina; se confundían con el rústico paisaje.
Cuando preguntamos la hora, eran casi la 4:30 de la tarde. Abrimos nuestra mochila y a disfrutar de unos atunes y unos “kekitos” con fecha de vencimiento caducado. Luego, partimos a conocer el manglar, desde la playa son unos cien metros de distancia. El celeste pálido del cielo, el azulino opaco del río, el verde soleado de los arbustos y la arena de color húmedo se ven invadidos de una serie de chispas de distintos colores que se mueven de un lugar a otro, y que son la aves que viven en este hábitat.
A unos 40 metros, nos llama la atención el color palo rosa de los flamencos, no acercamos lentamente ya que estas aves son muy asustadizas. Algunas con la cabeza sumergida bajo el agua succionaban su alimento. Mientras nos acercábamos, el nivel del agua aumentaba; algunos flamencos observaban atentos, ya muy cerca, cuando me preparé a tomar “la foto”, estos levantaron vuelo. Abrieron sus grandes alas rojas, y de un pequeño salto, estaban pisando el agua, la acariciaban muy suavemente que ni se movía, era una danza perfecta sobre la superficie.
Regresamos tratando de asentar el pie con cuidado, para no pisar algún cangrejo o serpiente de río. Al extremo derecho del mangle había una familia de grullas, cerca ciento de pelícanos; volando: gaviotas dominicanas, peruana, gris, de Franklin, y algunas fragatas. En la orilla las garzas blancas buscaban su alimento, al costado un zarapito picaba en un agujero, cerca varios chorlitos corrían de un lado a otro. Una garza azul disimulaba su presencia mientras una familia de garzas reales se desplazaba al otro lado del río.
El mangle no solo es un refugio de animales. El hombre convive y vive de este pequeño ecosistema, desde muy temprano se desplaza y recorre estas aguas para sacar conchas negras, mariscos, caracoles, langostinos, cangrejos que terminaran en los restaurantes y hogares de muchas familias piuranas.
Estos “pescadores” han construido sus casuchas cerca del mangle, con paredes y techos de esteras se cubren del sol y se protegen del fuerte viento nocturno, unos cuantos palos ayudan a sostener las débiles paredes. Cerca de la casa, una estaca sembrada en el fango sirve de muelle de un pequeño bote, mas allá, cinco palos, apretados y amarrados entre si, forman una balsa.
Cuando un acalorado bañista trata de calmar su sed bajo la sombra de un puesto de comida, una gaviota espera con ansia los desperdicios. Cerca, un pescador recoge su red acosado por varios pelícanos. Mientras los flamencos sumergen sus picos en el fango unos visitantes intentan robarle unas cuantas fotos. Ellos son parte de un ecosistema, un claro ejemplo donde el hombre interviene y ha aprendido a convivir sin causar daño en su entorno.
El retorno
Luego que alguien corre y dizque juega con las garzas, regresamos a la desembocadura del mangle, el nivel de agua había aumentado, su temperatura nos invitaba a quedarnos pero el tiempo avanza. Alistamos nuestras cosas, el body board, a esa hora era un estorbo, y de regreso con pasos muy ligeros, tratábamos de competir con la tarde que se vuelve noche.
¡Oh, sorpresa!, un delfín varado frente a nosotros, corrimos, parecía muerto, pero tenía todavía la piel fresca y apenas respiraba. Era una cría, de aproximadamente un metro de largo, seguro que nadó muy cerca de la costa y las olas lo arrastraron a la orilla. El pequeño no tenia fuerzas ni para mover sus aletas. Lo cogimos de la cabeza, lo levantamos y lo pusimos sobre el body board. Luego lo arrastramos hasta las olas, pero este no reaccionaba, su destino ya estaba escrito, terminaría como alimento de los gallinazos. Lo dejamos en el mar. El delfín desapareció entre las olas, la esperanza de un milagro flotaba moribunda mientras el sol se ocultaba en el horizonte.
La noche daba sus primeras sombras, la luna por lo pronto ausente. Con pasos torpes buscamos el camino, discutiendo si fue por aquí o allá, entramos en el desierto y caminamos en dirección de un resplandor. Detrás de nosotros sólo se escuchaban las olas. Este poco a pocos se aleja mientras los tropezones eran sólo bromas, pero luego se convirtieron en un fastidio y finalmente en un peligro. Llegamos a una zanja, eso quería decir que faltaba mucho, salté y caí en medio de ella, me hundí hasta el tobillo, era fango podrido, luego, un poco más adelante caía mi amigo, también se embarró. Al tratar de salir se rompieron mis ajotas, el retorno se volvía cada vez más difícil. De hambre, sin agua, y sin linterna sólo la noche hablaba.
Después de una hora el cielo mostraba su mejor rostro, estrellado, en todo su esplendor; dibujaba la historia de Orión, quien apuntaba con su arco a Tauro para liberar a las siete hermanas. El resplandor que seguíamos, poco a poco se transformaba en una ciudad iluminada bajo la noche, sin mas llegamos a Sechura, eran casi las diez. Tomamos un taxi hacia Piura, sin hojotas, la ropa manchaba de fango, y mucha hambre, once y cuarto nos despedíamos en el cruce de la avenida Sullana y Sánchez Cerro.
Camino a casa, recordaba la marca del águila en la arena, las ramas que impidieron llegar al mangle, el zigzagueo de los cangrejos, el encuentro con los delfines, la llegada a la playa, el recorrido por el mangle, el vuelo elegante de los flamencos, el rescate frustrado de un delfín, el atardecer, la llegada de la noche, los tropezones. A esa hora, a 40 kilómetros por hora, sentado en un taxi, dejaba atrás buenos recuerdos que se prestarán a nacer cuando los necesitemos.
A mis tantas caminatas a San Pedro, las personas que conocí en esta ruta , y a dos amigos que me ayudaron a seguir el camino.
13/03/2005
Fotos : Ronald Pinedo Rivera
Silvia Peña